Mié 30 abril 2025

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Crónica de Ryan Adams en Madrid (Teatro Coliseum, 2025)

Ryan Adams es quizás una de las figuras más complejas que existen actualmente en la historia de la música actual. Estamos ante uno de los compositores más productivos y prolijos de este siglo, un enfant terrible, víctima de sus fantasmas.

El de Raleigh llegó a mi vida en 2004. Alguien se había atrevido a versionar Wonderwall y hacerlo con delicadeza y estilo. Me conozco su vida de la A a la Z. Tras dos obras maestras como son Heartbreaker y Gold, aunque la poderosa industria de la música quisiera corromperle con Rock n Roll, llegó el brillante Love is Hell.

Le perdí la pista durante unos años, hasta que volvió con un disco homónimo, lleno de rock. Y fue el turno de Prisoner, su obra más destacada hasta la fecha. Un disco donde se rompió por dentro, volvió a la palestra, giró. Empecé a verle en directo, en sus horas altas, medias y bajas.

También murió su hermano, cayó en las drogas y el alcohol repetidas veces hasta deteriorarse. Salió a la luz el escándalo del New York Times y el movimiento Me Too, tuvo un hijo y cumplió cincuenta. Vaya viaje.

Pero lo que nunca dejó fue de escribir. Un uno de enero puedes levantarte perfectamente con cinco discos nuevos suyos. Es su salida, la única que quizás ha visto a la vida con total viabilidad. Oírle a veces es descorazonador, pero también es un baño de realidad y quizás sin ese dolor interno, tan encarnado, no sería su música, su etiqueta de la casa.

25 años de Heartbreaker de Ryan Adams

Heartbreaker fue producto de una vida excesiva. Su primer disco en solitario tras la disolución de Whiskeytown. Ryan dejó New York después de un año desquiciante y se mudó a Nashville, una de las capitales de la música. Un disco con multitud de matices, codeando con el rock más pesado hasta el country. A pesar de su juventud, venía de vuelta de muchas cosas. Pero musicalmente ya era un portento, con un potencial infinito.

Sin duda es uno de los grandes clásicos del rock del siglo XXI, un ejercicio de valentía y, como no, un legado insustituible en su extensa discografía. Por ello, ver esta gira y que además pasa por triplicado por España, era una maravillosa forma de reconciliarse con él, figura y persona. No necesariamente ligado.

Madrid: 3 horas, una pedida de mano y un ejercicio de honestidad

El teatro Coliseum rebosaba energía ante la presencia de Ryan en Madrid. Tras su paso por el Mad Cool Festival en 2017, no había vuelto a pisar un foro en España. Lejos de grandes recintos —él ya rehúye hace tiempo de este formato—, todo eran condiciones favorables para un lunes lleno de épica.

A las 20 horas y con mucho rigor, Ryan Adams salió pletórico y sonriente, lleno de energía. No podía parar de dirigirse a la audiencia, que rompía en aplausos. Diré, y llevo unos cuantos conciertos del bueno de Ryan, que jamás he visto semejante respuesta por su parte, esa cara de satisfacción.

Después de dejar subir a los fotógrafos al escenario e incluso posar para ellos, comenzó el concierto.

Quien esté familiarizado con sus giras, en estos últimos años, estas pivotan sobre él. Su salón sobre las tablas, sus luces tenues, sus guitarras. Hay muchísima intimidad, es un cuerpo a cuerpo, para mí es como si tocara para mí. Por una vez, y no me pasa mucho, me separo de mi cuerpo y estoy allí, al 150%.

Con To Be Young (Is to Be Sad, Is to Be High) se abre la primera parte del concierto, la dedicada a su ópera prima. Ryan Adams no ha perdido ni un ápice de su soltura vocal; mantiene esa parte intacta. My Winding Wheel y Amy pasan por las tablas del teatro madrileño, mientras dedica minutos a hablar, a agradecer.

Gran parte de su relato destila un aire nostálgico. Triste no, nostálgico. Han cumplido medio siglo y supongo que desde esa cima la vida comienza a dar un poco de vértigo. Ha tenido una carrera de éxito, pero no ha sido un camino fácil, ni lo sigue siendo. Unido a diversas desgracias, siempre habla desde un prisma de anhelo por los tiempos pasados, o por simplemente, vivir el presente, estar aquí.

Con Oh My Sweet Carolina se vuelve a romper por dentro, contando la historia del fallecimiento de su hermano. Al final habla de su estado natal, del apego y el arraigo. Un momento muy emotivo.

Por suerte, también había espacio para la felicidad: una pedida de mano en directo, sobre las tablas, oficiada prácticamente por el mismo Ryan Adams. Si a mí me dicen hace unos años que iría a vivir esto en un concierto suyo, pensaría que estamos hablando del metaverso. Pero no, volvamos a la humanización y la humildad, y aunque estos momentos hacen que se pierda un poco el hilo del directo, devolvió la fe a los escépticos que se quedaron con la frialdad y el hieratismo de las primeras veces.

El 99 % del show es acústico, pero en esta gira ha pasado algo: un pequeño paso adelante para mí, un halo de esperanza al que abrazarme. Con sus dos backliners enchufó la pedalera y volvimos a ver a Ryan Adams en eléctrico, en este caso para Bartering Lines. Batería, bajo y guitarra para hacernos soñar de nuevo.

Con To be the one y una improvisación muy loca, dábamos paso a la segunda parte del concierto. Aquí muere Heartbreaker, pero aún quedaba noche.

Parte dos: De las covers a los autógrafos

Otra cosa no, pero además de tener una cultura musical increíble, a Ryan Adams le gustan las versiones. Con Shame, shame, shame de Jimmy Reed se abrió la segunda parte. Y ahí comenzaron los clásicos con Gimme Something Good —canción que no me encanta siendo de uno de sus álbumes más completos— o New York, New York en una versión espectacular.

Nos regaló Two y Dear Chicago dando paso después a I’m waiting for the man, de The Velvet Underground, para volver al show eléctrico. Poco o nada me gustaría más que volverle a ver en una gira así.

Con un pequeño sondeo al público sobre las siguientes canciones, que ganó la opción fácil —hubiera dado todo por volver a oír There is a light that never goes out—, finalizó el concierto con dos clásicos muy clásicos de su repertorio: When the stars go blue y Come pick me up.

Con una contundente ovación trató de dejar el escenario, aunque infructuosamente, ya que enseguida se bordeó el escenario de gente pidiendo estrechar la mano y pidiendo autógrafos. Increíble, pero Ryan estuvo más de 10 minutos dedicando tiempo a sus fans.

3 horas y media después recorría Gran Vía con una sonrisa de punta a punta, sabiendo que yo tenía la suerte de haberlo vivido antes, aunque no con tanta intensidad ni calor humano, pero sobre todo feliz para quien fuera su primera vez, quien se hubiera reconciliado con él.

No es fácil asumir que a tu mediana edad vas a tener que volver a presentarte, aunque tengas una carrera impresionante. Pero, sobre todo, es todo un reto que aún tengas ese amor por la música y dar lo mejor de ti mismo durante más de tres horas, aun estando reventado por dentro.

Y esto es Ryan Adams, un ser con la capacidad de seguir emocionando a cada acorde. Es posible que no saque nada relevante en 10 años, que no haga grandes giras ni hitos históricos, pero lo que sí sé es que aquella noche del 31 de marzo en Madrid no se olvida.