Dicen que lo bueno se hace esperar. Una inusual alerta por lluvia en Madrid en pleno junio obligó a posponer 24 horas el último concierto en la capital de la presente gira de Valeria Castro. El bajón del lunes dejó paso a un martes lleno de luz. La puesta de sol desde el Alma Festival en el Parque Enrique Tierno Galván tuvo la mejor banda sonora posible y la espera mereció la pena.
A las 22:00, puntuales, las luces se fundieron a negro. Antes de que la protagonista de la noche saliera, apareció el director del festival, Miguel Pérez. Pidió disculpas por el aplazamiento y agradeció la paciencia de quienes conservaron la entrada. Esta muestra de cortesía se sumó a las vertidas por la artista y la organización en sus respectivas redes sociales.
Luego llegó ella. Vestida de blanco como acostumbra, con su sonrisa intacta, Valeria pisó el escenario e iluminó Madrid. dentro marcó el inicio de una noche que prometía ser memorable. Estaba ante el concierto más importante de su carrera hasta el momento y conquistó a las 4.000 almas allí reunidas con esa apertura. Tras interpretar culpa, dio las gracias, pronunció «Buenas noches, Madrid» y la primera ovación de la noche retumbó en el recinto.
Todo era idílico. El ocaso sobre el parque, la luna asomando y el leve viento, molesto en ciertos momentos, ambientaron la magia que allí se produjo. La canaria no repara en poner su vulnerabilidad en primer plano. Se muestra cómoda en esa tesitura e interpreta como nadie, transmitiendo cada emoción, por pequeña que sea. Para ello no necesita más que su voz y una guitarra. Eso sí, su magnífica banda (Laia Alcolea, teclado; Pablo Cáceres, guitarra y charango; Marco Niemietz, contrabajo; e Iván Mellén, percusión) la eleva a un nivel sublime. Prueba de ello fueron ay amor, poquito y la raíz. En esta última el público se fue sacudiendo la timidez para sumarse a los coros.
Frente a la situación de maltrato que están sufriendo las islas por la lacra del turismo masivo, Valeria Castro no pierde oportunidad de hacer valer la verdadera esencia de las Canarias. Como ella misma canta, «un hogar es quien lo habita». A la gente se suma la tradición, la cultura propia. con cariño y con cuidado (2023) nace para honrar esas raíces y mira a su hogar, a La Palma. El martes, Madrid disfrutó de un pedazo de esta tradición gracias a dos emblemas de la tierra: Benito Cabrera, con su timple, y Pedro Guerra.
No hubo tregua a la emotividad. A través de las pantallas se miraban los ojos de la artista, sonrientes y chispeantes por momentos. Las interpretaciones de cuídate y con cariño y con cuidado fueron las más emocionantes de la noche. Entre ambas, Valeria Castro aprovechó para dar voz a las personas que sufren problemas de salud mental. Ella misma es una de ellas y quiso poner en valor la red de cuidados que la sostiene cuando la vida se hace cuesta arriba. Tampoco se olvidó de su segundo hogar, Madrid, donde se siente querida desde hace 7 años.
Además de los ya mencionados, fueron varias las amistades que no quisieron perderse la cita. Rafa Val y Cantúa (Viva Suecia) cantaron Hablar de nada. Contaron con la colaboración de la canaria para la edición especial de El amor de la clase que sea (2023). También sonó una canción nominada a los Premios Goya, El amor de Andrea, en la que se juntaron Vetusta Morla y Castro. El martes se subieron al escenario Guille Galván y Juanma Latorre.
Mención especial merece Hoxe, mañá e sempre. Las Tanxugueiras fueron las últimas invitadas de la noche. El público enloqueció a su entrada y no es de extrañar. Las voces de Aida, Olaia y Sabela, junto con la de Valeria, forman una armonía envolvente que atrapa desde el primer compás. Este canto nostálgico a la memoria mantuvo un pulso entre la fuerza de las gallegas y su pandereta, y la ternura de la canaria. Será difícil de olvidar.
El bis llegó para dar paso a guerrera. Indiscutiblemente, es el tema más importante de su discografía. Nace de sus propias referentes y «de las que me han quitado las piedras del camino». Compuesto en su cuarto para honrar a su madre y a su abuela, ha conseguido trascender hasta convertirse en un himno universal que han ido haciendo suyo quienes lo han necesitado; es, sobre todo, para quienes libran sus propias batallas. El final a capella, «a viva voz / que no hay para microfonía», se queda guardado para siempre en la intimidad de esa noche de junio en el Tierno Galván.
Valeria Castro se despidió poniendo a bailar al público al ritmo de lo que siento. Le fue devuelto con creces todo el cariño que ella misma puso para la celebración de este concierto. Su luz, su sensibilidad, su mundo interior. Todo en ella deja tras de sí un rastro luminoso capaz de acallar el ruido externo para dejarse mecer por una de las voces más puras del panorama. Ese es su gran baluarte y lo domina como pocas. Lo único que se puede decir ante eso es: gracias.