A veces, un concierto va más allá de la música y se convierte en una revelación o en una sacudida que te hace recordar por qué las canciones pueden calar tan hondo. Y aunque reconozco que llegué con curiosidad más que con devoción, lo cierto es que salí de la sala con el alma removida y la certeza de haber sido testigo de algo único. Porque hay conciertos que entretienen y conciertos que emocionan. Y luego están los que te hacen olvidar que estás en una sala llena de desconocidos y te convierten en parte de algo más grande. El del sábado en la Sala But fue uno de esos.
La historia de Vega es la de una artista que nunca ha temido ser ella misma. Ha construido su camino con valentía, coherencia y una sensibilidad única. Con IGNIS (2024, La Madriguera Records), su último trabajo, ha llevado esa autenticidad al extremo. Más que una colección de canciones, IGNIS es un viaje, una reconstrucción desde las cenizas, un fuego que ilumina tanto como quema.
Ese mismo fuego incendió la Sala But de Madrid la noche del sábado 22 de marzo en un concierto que no solo repasó su último álbum, sino que se convirtió en una celebración de su prolífica carrera. Sin artificios, sin concesiones, Vega ofreció una actuación cruda y emocionante, dentro de la programación de la Bee Week, con un final absolutamente sobrecogedor que la dejó sumida en lágrimas y al público completamente rendido.
Angie Sánchez: el talento que florece
La velada arrancó con Angie Sánchez, quien no solo forma parte de la banda de Vega, sino que también presentó su primer disco en solitario: Tiempo al tiempo. Acompañada de su guitarra y teclado, con una interpretación que rozó lo hipnótico, dejó claro que su música es de las que se sienten en la piel.
Su propuesta, entre la melancolía y la intensidad contenida, preparó a la perfección el terreno para lo que vendría después, como ella misma anticipó. Su voz, a ratos frágil y a ratos rotunda, captó la atención del público con canciones construidas desde las experiencias humanas en las que todos nos podemos reconocer. No fue una telonera al uso, sino una artista con luz propia que dejó huella en la sala y a la que aplaudimos con el reconocimiento sincero que se da a quien merece su propio espacio. Y aún hoy, unos días después, la canción Al menos por hoy sigue rondándome la cabeza.
Un escenario desnudo, un corazón al descubierto
Un rato antes, al entrar en la sala, se nos entregó a cada asistente un ramo de crisantemos, una flor tradicionalmente asociada a los funerales, pero que Vega quiso resignificar como símbolo de renacimiento; como si esa noche no solo nos aguardara un concierto, sino una transformación. Como si cada uno de nosotros llegara con una versión de sí mismo y saliera con otra. Fue un detalle hermoso y cargado de sentido, un anticipo de lo que estaba por venir.
Cuando Vega apareció en escena, la sobriedad de la escenografía quedó clara de inmediato: nada de pantallas cambiantes con distracciones visuales ni efectos de luces grandilocuentes. Solo ella, su magnífica banda (con Ricky Falkner, Xavi Mole, Dani Ferrer, Víctor Valiente y Angie Sánchez) y la música. Un planteamiento que encajaba perfectamente con el concepto más esencial de IGNIS, donde lo importante es el contenido, no el envoltorio.
Vestida de negro, con la seguridad de quien sabe que no necesita más que su voz para llenar un escenario, Vega abrió con Si los árboles bailan, una declaración de intenciones desde el primer acorde. Su voz sonó firme, pero llena de agradecimiento y emoción contenida. Tras ese arranque contundente, Haneke y Wolverines reafirmaron esa sensación de intensidad. Haneke, con su tono cinematográfico y su tensión latente, y Wolverines, una canción que siempre ha representado esa lucha interna entre fragilidad y fortaleza, resonaron con fuerza en la sala.
Mortal trajo un cambio de ritmo, más pausado, pero cargado de emoción, antes de dar paso a Santa Cristina, uno de los momentos más íntimos de la noche y donde sentí mayor conexión. Con Niña descalza, Vega pareció conectar con su yo más esencial, en una interpretación casi confesional. Y con Litio y alquitrán, rompió con la solemnidad para sacar su faceta más rockera, haciendo saltar a la sala abarrotada desde los rimeros acordes.
Fue en este punto cuando, afectada e incómoda por el calor (en parte por su sobrio outfit, en parte por todo lo que conlleva pisar el escenario), Vega decidió cambiarse de ropa en un gesto de absoluta naturalidad: dejó atrás su vestido negro para enfundarse una camiseta de Los Planetas y unos pantalones de lentejuelas. Un momento genuino que, lejos de romper el clima, lo humanizó aún más.
La segunda parte del concierto se sintió como un renacer. Leviatán trajo consigo un aire desafiante y reforzó la intensidad que ya desde el disco se vislumbra. Dispárame una canción sirvió de puente hacia El alud, donde la emoción volvió a alcanzar su punto álgido.
Y entonces llegó Cristal oscuro, que para mí fue la interpretación vocal más impecable de la noche. Antes de interpretarla, Vega compartió cómo esta canción nació de un momento en el que sintió que se rompía por dentro. Y eso se notó en su interpretación: su voz, al borde de la fragilidad, convirtió cada palabra en un eco de su propio dolor. Había esperado esta canción sin saber cuánto la necesitaba y sin saber mucho menos, los escalofríos que me provocaría. Esta canción, también favorita de la propia Vega en el álbum, es una clara reafirmación personal: «La verdad, que en tu honor/Me he devuelto tanto amor/Déjame ser quien soy».
Pero el desgarro absoluto llegó con Boston. Se notaba que para Vega este tema es especial: a ratos cerraba los ojos y se dejaba llevar, como si estuviera reviviendo cada emoción que la inspiró. Imposible no dejarse arrastrar por la melancolía de su letra.
Y si había una canción que esperaba con especial ganas, era Dónde estabas tú. Descubrí a la cantante con esta canción hace unos años, y a la vez me llevó hasta mi artista favorito, Iván Ferreiro. Era una de las que más ganas tenía de escuchar y, en directo, no decepcionó. Sonó cruda, inmensa, con esa furia contenida que la hace tan demoledora y que la carga de tanto significado para mí.
En la recta final, Incondicional y Crisantemos sirvieron como epílogo perfecto de esta montaña rusa emocional. Vega, visiblemente emocionada, dejó que su voz se quebrara sin miedo a ocultarlo: lejos de disimularlo, abrazó la emoción e hizo de ella un instrumento más. Bipolar mantuvo la intensidad con una energía casi catártica, y finalmente, La Reina Pez cerró la noche con un estallido de entrega y celebración absoluta de su carrera.
Y aquí fue cuando sentí que algo se removía por dentro. No era solo la música, sino la honestidad con la que la cordobesa se entregaba al público. No importaba si uno había seguido su carrera desde siempre o si, como en mi caso, era la primera vez que la veía en directo. Lo que importaba era la verdad flotando en el ambiente, el eco de cada palabra resonando en las miradas emocionadas de los asistentes.
Cuando la música es refugio y llama
Hay conciertos que impactan por la producción, otros por la energía desbordante que te mantiene saltando de principio a fin. Pero los que realmente dejan huella son los que emocionan, los que sanan y te rompen al mismo tiempo, los que hacen olvidar que estás en una sala rodeada de desconocidos y se convierten en una confesión compartida.
Vega consiguió eso, porque no es solo una artista con una voz imponente en directo: es una narradora de emociones, alguien que transforma sus propias cicatrices en canciones y nos invita a recorrerlas con ella.
Durante las casi dos horas que duró el directo, se palpó emoción real y sincera. Hubo momentos en los que la artista pareció a punto de romperse, en los que su voz tembló y tuvo que tomar aire antes de seguir cantando, en los que se abrió en canal y nos confesó cosas que solo se les cuentan a los más cercanos. Y eso hizo que la conexión con el público fuera absoluta.
Lo del sábado no fue solo un concierto. Fue un incendio controlado, donde cada llama tenía el firme propósito de demostrar que la música, cuando se hace desde la verdad, es capaz de arder sin consumirse.
En una escena donde la inmediatez y la producción a veces eclipsan la esencia, ella nos recordó que lo importante sigue siendo la música, la esencia inquebrantable que hay en ella y la forma en que nos atraviesa.
Madrid ardió, y todos salimos marcados por el fuego.